Las personas que nos dedicamos a la Educación llevamos a la gresca mucho tiempo y las Redes Sociales son un altavoz privilegiado para todos esos graznidos. Empecé como docente en 1987 y desde entonces siempre ha habido esas luchas intestinas, esa batalla entre los defensores de lo más variopinto, de lo de siempre, de lo que funciona, de lo nuevo, de lo por llegar, de las emociones, de los regalos, de «la letra con sangre entra», de la titulitis, de todo lo contrario. Tal día como ayer me expresé en Twitter un tanto harto de leer malos rollos entre gente que aprecio:
Parece mentira que siendo profesionales de la enseñanza nos enzarcemos en echarnos en cara pertenecer a bandas o bandadas que lo mismo me da. Pero si ni siquiera lo que preparas para un grupo y funciona al 100% en su proceso de aprendizaje… (1/4)
— MiKeL (@eztabai) June 5, 2021
No estamos tan lejos en los planteamientos de base, creo que la inmensa mayoría de los docentes que conozco se parten la cara por su alumnado, buscan lo mejor para esa gente menuda y defienden ese convencimiento a capa y espada. En este mismo blog he escrito sobre Quijotes y Sancho Panzas, sobre las diferentes formas de entender la enseñanza, el aprendizaje, la titulitis, el acompañamiento, la instrucción, la memoria, las rutinas y los hábitos de estudio, vamos, que he escrito de muchos temas educativos y creo que no he llegado a ninguna conclusión. Sería difícil meterme en un bando, a veces defiendo la memorización, en ocasiones experimento con las TIC y sus variables más «recreativas», hay días que me levanto Quijote y otros Sancho Panza, pero eso sí, tengo claro que lo principal es el aprendizaje de mi alumnado. Sé que les puedo divertir, «epatar» o aburrir, también aburrir, de eso soy consciente, pero es que cuando salgan de mi insti van a ir a otro donde la exigencia va a ser la que corresponde al Bachillerato si eligen esa vía que desemboca en la temida Selectividad, así que hay que enseñarles a memorizar, a tener estrategias para estudiar lo simple y lo complejo, a que hay materias que se aprenden practicando, otras «manchando» papel, otras por lógica y las más con trabajo y más trabajo.
En todos los claustros hay varias tribus conviviendo, gente que disfrutó aprendiendo y lo hace enseñando, gente que sufrió mucho en su vida estudiantil y que quiere que no se repita con su alumnado actual, y los menos son los que se lo quieren hacer pasar mal a esa pandilla de adolescentes. Mientras, nuestro legisladores y nuestros dirigentes educativos están en otra película, me recuerda mucho a cuando fui a ver Interestellar y al salir cada uno había visto una historia diferente. Pero esta gente con mando merece otro párrafo.
Demasiadas veces veo en esas personas que han salido con los votos de la mayoría a unos paracaidistas con bastante tufo neoliberal, que hacen más caso a la CEOE que a las personas que a diario atravesamos las puertas del centro y muchas veces nos llevamos a casa un montón de problemas académicos, familiares o personales, todo ello mezclado, no agitado. En el insti donde llevo ya más de 12 años hemos comprobado fehacientemente que los desdobles, los grupos pequeños, ayudan al aprendizaje, las relaciones personales son mejores, baja la conflictividad y los resultados académicos son óptimos. Luego vienen los de la pasta y te dicen que sí, que todo muy bonito, pero que la ratio es la ratio y los repetidores además no cuentan a la hora de generar grupos nuevos. Pues bien, en vez de presionar a esos que mandan, nos dedicamos a hacernos sangre entre docentes, a criticar a degüello, a dar voz al más bocachancla, al que las dice más gordas. Está el sistema educativo como para dejarlo en manos de agitadores como los que hay en política, eso que usan la máxima de «el que más chifle capador» y lanzan unas boutades que dan vergüenza ajena.
Pues no, me niego, en mi Timeline de Twitter hay de todo y si polemizamos con cabeza todo el mundo aprenderá, no hay mesías en esto, lo ponía en el tuit, lo que funciona en un grupo no lo hace en el de al lado a la hora siguiente. Como le decía al Consejero de Educación de mi país, «somos personas, no tornillos», no somos máquinas de precisión al estilo de esas que salen en el programa de la tele «Así se hace», robots que repiten una y otra vez su labor para sacar un producto garantizado. En Educación nadie garantiza nada, aprendemos cada día, de nuestros compañeros docentes y del alumnado, generamos estrategias y las que funcionan las aprovechamos, las otras se quedan en reserva. Ya está bien de dogmas, de «esto es así porque yo lo valgo«, estoy muy harto del «amímefuncionismo», pura homeopatía educativa, una patraña bien untada de millones. Las Leyes Educativas no van a mejorar nada si no son realistas, si no nos hacen remar a todos en la misma dirección. Para polémicas inanes ya tenemos las del Congreso y las de tertulianos sabelotodo.
Ah, y lo último, polemizar a golpe de tuit es como ver una peli de intriga con cortes de luz cada diez minutos, discusiones interruptus, hilos interminables, ad hominem insultantes. Mejor nos vemos las caras (dentro de poco sin mascarilla), y sin prisa, pero sin pausa, sin «egos» exacerbados, intercambiamos pareceres y veremos qué sale. Y a los que tiene las riendas del poder, a los que ponen y quitan recursos a la Educación hay que dejárselo muy claro: estamos del otro lado de la barricada y tenemos lápices.
Post Scriptum: En El País Semanal de hace un mes mi adorada Irene Vallejo deslumbraba con una columna sobre rebeldes.
Rebelde sin pausa
No nos dejemos engañar: la subversión no puede ejercerse desde el poder, ni convertirse en marca o mercancía
EPS
Irene Vallejo
08 MAY 2021 – 05:40 CEST
Difícil olvidar aquel miedo, las miradas despectivas desde los pupitres, los temblores de pánico en el patio, las burlas, la vergüenza. Quieres pensar que resististe, que no cediste a las presiones de la jauría, que mantuviste tu criterio propio. Pero aún te quedan cicatrices de aquel ahogo en el cuello: el terror a no ser aceptada. En grupos numerosos te asusta nadar a contracorriente. Todavía luchas contra esa inercia que te empuja a callar tu desacuerdo, a disolverte, a no chirriar. La estridencia asusta cuando el consenso de la calle y los aquelarres virtuales amenazan a los disidentes del rebaño.
Es duro mostrar oposición ante un grupo de personas coincidentes: de pronto surge un muro de aislamiento hostil y desmoralizador. Sin embargo, sabes que la unanimidad es solo aparente, el resultado de una serie de tensiones silenciosas que ocultan sin anularlas las diferencias íntimas. El psicólogo estadounidense Solomon Asch demostró en 1951 que los seres humanos nos sentimos frágiles frente a toda opinión abrumadoramente mayoritaria y tendemos a sumarnos a ella. En el experimento de Asch, unos estudiantes universitarios debían comparar la longitud de unas líneas rectas dibujadas en la pizarra. Todos en el grupo excepto uno eran cómplices del organizador y, por turno, señalaban sin dudar la respuesta equivocada. Por último intervenía el único observador inocente. Una y otra vez, el ensayo probó que las personas están dispuestas a contradecir lo que ven si quienes les rodean afirman lo contrario. Como decía provocativamente Chico Marx —disfrazado de Groucho— en Sopa de ganso: “¿A quién va a creer usted, a mí o a sus propios ojos?”.
Décadas después, nosotros, aparentemente iconoclastas y mordaces en las redes sociales, seguimos adictos al conformismo. Al leer ciertas bravuconadas virales, añoras el genuino desafío a las convenciones de los pensadores de la escuela cínica, como la griega Hiparquia, una de las primeras mujeres filósofas conocidas. Cuentan que en cierto banquete debatió con un hombre que, al quedarse sin argumentos, incapaz de replicar a sus palabras, le arrancó con rabia el vestido. Ella no perdió los nervios y miraba sin ningún rubor, desnuda, a los comensales.
—¿Ésta es la desvergonzada mujer que abandonó la lanzadera del telar? —rugió su oponente
—Yo soy —respondió Hiparquia—. ¿Crees que me equivoqué al dedicar mi tiempo no al telar sino a mi educación?
Los cínicos —en griego, los “caninos”— mendigaban para comer, dormían a la intemperie y hacían compañía a los perros de la calle. Era su forma de rechazar la propiedad, pues creían que la obsesión por poseer nos hace desgraciados. El secreto de la felicidad residía en necesitar poco. Sostenían que la riqueza se paga demasiado cara, con la moneda de nuestra libertad. “Mi patria es el anonimato y la pobreza”, escribió Crates, amante de Hiparquia. Menospreciaban aquello que la mayoría anhelaba, por eso escandalizaban a todos. Eran graciosos deslenguados, siempre dispuestos a sembrar dudas en sus contemporáneos con piruetas lógicas e ingeniosas audacias. Sus discursos se convirtieron en una auténtica diversión para los transeúntes atenienses. La suya era una filosofía humorística y descarnada; frente a la seriedad pomposa de los convencidos —con sus certezas grabadas a fuego—, ellos oponían el juego, el chiste y la ironía.
En la monótona uniformidad de la globalización, vivimos paradójicamente cautivados por la figura del rebelde. Las pantallas hacen desfilar ante nuestros ojos un santoral de iconos subversivos, pero incluso ese culto al inconformismo tiene una dimensión gregaria: políticos cuidadosamente díscolos para conseguir votos, mensajes publicitarios que transforman la revolución en un cliché para hacer caja, escándalos prefabricados para ganar audiencia, camisetas estampadas en serie con frases desafiantes y recetas de transgresión envasada. No nos dejemos engañar: la subversión no puede ejercerse desde el poder, ni convertirse en marca o mercancía. Cuando la irreverencia se ha vuelto irrelevante, debemos desconfiar de quienes pretenden que seamos dócilmente rebeldes.