Después de los tebeos que consiguieron enamorarme de la lectura, llegaron los libros, los de verdad, con mucha letra y poco colorín, pero antes aterrizaron otros en casa. Eran de Bruguera y tenían tres páginas de texto y una de dibujos en plan comic, y luego se repetía la cadencia, tres, una, así lo que leías luego lo veías dibujado y muy resumido. Con esos libros empecé mi pasión por Julio Verne que más adelante me llevaría a mis otros idilios con Asimov, Clarke y todos los escritores de ciencia-ficción. No me olvido de otras colecciones que también llegaban a mi casa, a menudo de prestadillo porque dinero había poco, y que devoraba con gusto como Los tres investigadores o algunos relatos de Gustavo Adolfo Becquer o de Edgar Allan Poe que me pusieron los pelos de punta, y que leídos en Treviana, el pueblo riojano natal de mi ama, me hacían tener pesadillas en la vieja casa que crujía. Nunca pude con Enid Blyton y Los Cinco, o con lo que leía mi hermana de Torres de Malory de la misma autora. Si un libro no me enseñaba algo que podía luego compartir en público, zas! olvidado.
Durante años me ha pasado algo curioso. Cuando cerraba los libros tenía la impresión de que la historia continuaba de alguna forma y así Ned Land, el arponero de Veinte mil leguas de viaje submarino, mataba más pulpos de los que había escrito Julio Verne, y el idiota de Axel, de Viaje al centro de la Tierra perdía a su adorada Graüben por ser demasiado tímido. Pero no sólo de lectura se alimentaba mi pequeño cerebro. Punto y aparte.
Un inciso. Siendo aún muy joven, con unos 10 años o así, di el salto a ser yo el escritor, y me acuerdo que diseñaba obras de teatro, preparaba el atrezzo, escribía los textos e involucraba a toda la clase. Las piezas eran sangrientas, con momias asesinas o vampiros sedientos y acababan con casi todos los alumnos muertos en un montón justo en el centro de la clase, pero nos lo pasábamos bien. Texto había poco e improvisación mucha, pero con el beneplácito de Carlos, nuestro tutor, hacíamos cosas curiosas. Cuando me preguntaban que de dónde había sacado la historia, les apuntaba a los libros que teníamos en las estanterías y a mi cabeza, porque la tele tenía un canal y nuestra querida Internet no era ni un proyecto, así que imaginación al poder y letras como instrumento.
Otro de mis encuentros con la lectura y que trae de vuelta a los tebeos, era cuando me llevaban a cortar el pelo donde Antonio, un barbero amigo de la familia y que vivía muy cerca. Antes de entrar en esas casa que olía a Floyd, deseaba con todo mi corazón que tuviese gente esperando porque así me daba tiempo para enfrascarme en las aventuras de Jabato o el Capitán Trueno que el barbero tenía entre sus múltiples revistas. Para mí, un versado ya en el Tiovivo, Jabato o Capitán Trueno eran una copia de mi querido Corsario de Hierro, cuando resulta que era al revés, pero todos repetían el mismo esquema de grupo con tres elementos, héroe (enamorado de chica mona), brutote y otro con poca chicha y mucho ingenio, y daba la casualidad que nosotros, desde la más tierna infancia, siempre hemos sido un grupo de amigos de tres miembros, Josemi, Juanan y yo, así que todo encajaba.
Y como veo que aún me queda mucho que contar, pues esto va a tener una tercera parte. Se siente. Aviso: en la próxima entrega, todo el universo Marvel llegará a este blog, y Hazañas Bélicas, y Tolkien y más. Atentos a sus pantallas.
Ahí ya empezábamos a disentir; a mí me gustaba Enyd Bliton, aunque no acaba de entender nunca lo que era el jengibre que tanto aparecía en sus libros.
Tampoco era de Jabato, Capitán Trueno… Descubrí que me gustaban Asterix y Tintin 😉
A mí Tintín siempre me ha parecido un moñas y bastante misógino.